Por
A quince años de su muerte, Roberto Bolaño no expira: inspira. Mientras toda su bibliografía es progresivamente reunida bajo el sello Alfaguara, una galaxia de cómics, películas, libros y proyectos digitales mantiene la vigencia del autor de Los detectives salvajes, su obra más influyente, que cumple veinte años ganando nuevos lectores cada día.
El diálogo entre la ficción y lo documental recorre esas interpretaciones y versiones. En el ámbito audiovisual, Alicia Scherson ha imaginado en El futuro una adaptación cinematográfica de Una novelita lumpen, y trabaja ahora en la de El Tercer Reich; mientras que Ricardo House Corona ha filmado Roberto Bolaño. La batalla futura.
Las obras de ambos directores chilenos respetan los géneros, pero Bolaño no lo hacía en sus libros. Por eso tal vez sean todavía más bolañianas las recientes expansiones en cómic de su obra. Tanto la adaptación a novela gráfica de Estrella distante, firmada por Javier Fernández y Fanny Marín, como Por el olvido, de Aitor Sarabia y Paula Bonet, incluyen la cara dibujada del escritor. En aquel, el suyo es el rostro de su alter ego Arturo Belano; en este, la imagen forma parte de un catálogo de retratos de escritores que, como el chileno, ostentaron el poder de incrustar la literatura en la realidad.
Fernández y Marín enfatizan, con ese recurso, la esencia autoficcional de la la obra de Bolaño. Y Sarabia y Bonet destacan, en su artefacto personal e híbrido, que es una invitación a la lectura ramificada y —sobre todo— al viaje.
También en Los desiertos de Sonora, el nuevo proyecto transmedia de Paty Godoy y el equipo de Altaïr Magazine, el testigo del escritor hispanochileno se traduce en movimiento. En ese documental interactivo de ilógica poética, la voz y la mirada de la periodista sonorense, acompasadas por el atlas de Julio Montané (que Bolaño conoció a través de su hijo Bruno y utilizó como topografía mítica de su viaje imaginario), nos permiten deambular por carreteras polvorientas, pasos fronterizos y horizontes que vibran, tras los pasos de los personajes de la novela, porque la ficción también deja sus huellas de astronauta en las lunas de lo real.
“Dicen que Felipe Müller sigue en Barcelona, está casado y tiene un hijo, parece que es feliz, de vez en cuando los cuates de por aquí le publican algún poema”, dice Ernesto García Grajales, el único estudioso de los real visceralistas, según las páginas finales de Los detectives salvajes.
Esa oración publicada en 1998 sigue siendo bastante válida en 2018: Bruno Montané vive todavía en Barcelona y acaba de publicar El futuro. Poesía reunida (1979-2016). Del título es menos significativa la coincidencia con la película bolañiana que las fechas del paréntesis. Fiel a sus orígenes infrarrealistas, en vez de esperar un par de años y antologar cuarenta años de trayectoria poética, ha huido de los números redondos y ha apostado por el fragmento impar de la obra en marcha.
Müller/Montané —como él mismo ha escrito— se sitúa en la tradición “de los poetas que solo han empezado a sonreír/ después de comprender las enseñanzas del abismo”. Es también editor de Mario Santiago/Ulises Lima. Bolaño los consideró a ambos (o a los cuatro) material narrativo y enciclopédico. Un movimiento poético mínimo, al coincidir con el mito de origen de un gran narrador, se ha convertido en un movimiento histórico que no cesa de producir bibliografía y mitografía.
Tal vez haya dos tipos de escritores relevantes: los que crean un estilo y los que crean un mundo. Los creadores de ambos son los perdurables. Bolaño pertenece a esta categoría, que es la que importa. Tanto su estilo como su mundo son muy seductores, gracias a su plasticidad. Invitan a la apropiación. Invitan a la expansión. No solo, por supuesto, en el ámbito hispanoamericano.
La irradiación concreta de Los detectives salvajes trasciende las fronteras de nuestra lengua, como modelo o inspiración o contagio inconsciente. Artefacto fabricado con materiales literarios precarios, como el diario adolescente y el testimonio o la entrevista, su estructura se parece muchísimo a la de otra obra maestra, diez años posterior (aunque publicada al mismo tiempo que The Savage Detectives, la traducción de la obra de Bolaño hecha por Natasha Wimmer para el mercado estadounidense): Verano de J. M. Coetzee. Un prólogo y un epílogo en clave de diario de juventud, con una extensa parte central en que se suceden las declaraciones y las entrevistas. Un inicio y un final anclados en los años setenta, en contrapunto con el grueso de una historia oral que se proyecta —precisamente— hacia el futuro.
Me pregunto si Coetzee, un autor tan familiarizado con la cultura hispanoamericana, había leído la novela de Bolaño cuando se enfrentó al diseño de su proyecto o si se trata del espíritu de la época que solo captan los mejores. O si lo había hecho George Saunders cuando, a la hora de decidir la brillante forma de Lincoln en el Bardo no solo siguió el modelo de Antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters, al mezclar las citas de libros apócrifos o reales (a la manera de Borges) con las voces de ultratumba (a la de Rulfo).
El collage de testimonios que es en sí la novela de Saunders recuerda también al de Los detectives salvajes. Ya lo advirtió Jonathan Lethem: escribiendo desde la duda acerca de lo que la literatura puede hacer, Bolaño demostró que podía hacer cualquier cosa.
La intensidad y la plasticidad de su universo no cesa de generar influencias directas e indirectas, relecturas y variantes, en el vértigo de la maquinaria remix cuyo motor es el latido de la cultura de nuestra época.