Stéphane Mallarmé vio a Arthur Rimbaud solo una vez, en 1872 en París, en una de las cenas del grupo de artistas que se hacía llamar “Les Vilains Bonshommes” (los malvados buenos hombres). Aparentemente no cruzaron palabra. Catorce años más tarde, con Rimbaud muerto ya desde 1891, el autor de l’après-midi d’un faune escribió una larga carta a su amigo estadounidense Harrison Rhodes, editor de la revista literaria Chap-Book, con sede en Chicago, pintando una semblanza del “hombre de las suelas de viento” y su obra.
El texto fue publicado originalmente en el volumen V número 1 del 15 de mayo de 1896 de Chap-Book. Un año más tarde, Mallarmé lo incluyó en su libro Divagationsen el capítulo titulado “quelques médaillons et portraits en pied” (medallones y retratos de cuerpo entero). El propio Mallarmé fallecería poco después en 1898.
Aquí algunos extractos de ese documento (en el que Paul Valéry y André Bretón, entre otros, vieron luego cierta animosidad contra Rimbaud) siguiendo la versión corregida de Divagations.
ARTHUR RIMBAUD
CARTA AL SEÑOR HARRISON RHODES
Imagino que en una de esas veladas de martes, raras, en las cuales usted me hizo el honor, en casa, de escuchar conversar a mis amigos, el nombre de Arthur Rimbaud se haya súbitamente mecido en la humareda de varios cigarrillos, instalando, para vuestra curiosidad, lo difuso.
Quién es, el personaje, se pregunta, que por lo menos, con los libros Une Saison en Enfer, Illuminations y sus Poèmes otrora publicados en conjunto, ejerce sobre los acontecimientos poéticos recientes una influencia tan particular que, hecha esta alusión, por ejemplo, uno se calla, enigmáticamente, y reflexiona, como si mucho silencio, a la vez, y una ensoñación
se impusiera o una admiración inconclusa.
Dude, mi querido huésped, que los principales innovadores ahora, ni uno solo, con la excepción, quizás, misteriosamente, del magnífico primogénito, que elevó el arco, Verlaine, hayan con alguna profundidad o línea directa pasado por Arthur Rimbaud. Ni la libertad concedida al verso o, mejor, surgida como por milagro, se identificará con quien fue, aparte del balbuceo de los poemas más recientes, o cuando cesó, estricto observador del antiguo juego. Estime su más mágico efecto producido por oposición de un mundo anterior al Parnaso, incluso al Romanticismo, o muy clásico, con el desorden suntuoso de una pasión no podemos decir menos que espiritualmente exótica. Resplandor, él, de un meteoro, iluminado sin otro motivo que el de su presencia, nacido solo y extinguiéndose. Todo, es cierto, habría existido, desde entonces, sin ese notable caminante, ya que ninguna circunstancia literaria preparó verdaderamente para ello: el caso personal permanece, con fuerza (…).
No lo he conocido, pero lo he visto, una vez, en una de las comidas literarias, a las apuradas, reunidos al final de la guerra: la Cena de los Vilains Bonshommes, cierto, por antífrasis, a raíz del retrato que dedica Verlaine al invitado. “El hombre era alto, bien proporcionado, casi atlético, un rostro perfectamente ovalado de ángel en el exilio, con unos cabellos castaños claros desordenados y ojos de un inquietante azul claro”. Con un yo no sé qué orgullosamente, o malvadamente, venido de muchacha de pueblo, agrego, de oficio lavandera, en razón de sus grandes manos, enrojecidas de sabañones por el cambio del calor al frío. Manos que hubieran indicado oficios más terribles, correspondientes a un muchacho. Supe que ellas habían escrito bellos versos, no publicados. La boca, con un surco malhumorado y socarrón, no recitó ninguno. (…)
Sé al menos lo arbitrario de sustituir, fácilmente, una consciencia que debió, en su momento, hablar en voz alta, por su cuenta, en las soledades. Ordenar, en fragmentos inteligibles o probables, para traducirla, la vida de otro, es simplemente impertinente: solo me queda empujar a sus límites ese gesto de fechoría. Solamente me informo. Una vez, entre migraciones, hacia 1875, el compatriota de Rimbaud y camarada de colegio, M. Delayahe, en una reminiscencia de quien esto pueda, lo interrogó discretamente sobre sus antiguas aspiraciones, en algunas palabras, que escucho, como “¡Eh! ¿Y la literatura?”. El otro hizo oídos sordos, y finalmente respondió con simplicidad que “No, ya no hacía más eso”, sin acentuar la tristeza ni el orgullo. “¿Verlaine?”, por el cual la conversación lo urgió: nada, sino que evitaba más bien como desagradable, el recuerdo de procedimientos, en su opinión, excesivos.
La imaginación de muchos, en la prensa que participa en ese sentido, habitual en la masa, de los tesoros abandonados o fabulosos, se entusiasmó con la maravilla de que quedasen poemas inéditos, quizás, creados allá. ¡Su amplitud de inspiración y el acento virgen! Fantaseamos con eso como con algo que hubiera podido ser. Con razón, porque nunca hay que ignorar, como idea, ninguna de las posibilidades que vuelan alrededor de un personaje; ellas pertenecen al fuera de lo común, incluso contra la verosimilitud, colocando un fondo legendario momentáneo, antes de que aquello se disipe por completo. Estimo, sin embargo, que prolongar la esperanza de una obra de madurez perjudica, aquí, la interpretación exacta de una aventura única en la historia del arte. La de un niño demasiado precoz e impetuosamente tocado por el ala literaria que, antes casi de existir, agotó tempestuosas y magistrales fatalidades, sin recurrir a un futuro. (…)
Abril 1896